¿Qué pasó con nosotros, los obispos, a partir de aquel día en que regresamos de Roma a Santiago, después de habernos encontrado con el Papa Francisco? No veníamos a «rumiar la desolación», como el Papa nos había dicho en la Catedral de Santiago. Tampoco veníamos solo a dar explicaciones por los dolorosos hechos que conocíamos, ni solo a preguntarnos por otras situaciones que no conocíamos y algunas que seguimos avanzando para conocer en todas sus trágicas dimensiones. Veníamos dispuestos a mirarnos como Iglesia de cara a nuestra compleja realidad y, particularmente, a poner en el centro a Cristo y, en diálogo con la cultura de hoy, a animar la renovación de la vida discipular y eclesial, partiendo por la nuestra.
Una vez que llegamos a nuestro país retomamos nuestro caminar desde la Conferencia Episcopal a partir de los diagnósticos que antes de la convocatoria del Papa veníamos haciendo sobre la crisis que vive nuestra Iglesia. Pero era imprescindible dar un paso más: escuchar con mayor dedicación a los laicos para que, junto a los consagrados, discernamos todos –según el Espíritu– cuál es la Iglesia que Jesucristo quiere hoy edificar. Todos, como Pueblo de Dios, estamos llamados a aportar a la construcción de una «humanidad nueva», la que el Padre quiere, por la cual Cristo murió y resucitó, y que el Espíritu día a día construye, aunque existan signos que la desdigan. Esta «humanidad nueva» según la enseñanza de Jesús, debiera ser el gran servicio de la Iglesia a la sociedad.
En las distintas diócesis, también en varias congregaciones y movimientos, se vienen suscitando durante este tiempo procesos de intensa reflexión y discernimiento, los que no han sido fáciles por el desconcierto y la constatación de que muchas personas han encontrado ahora el espacio para revelar una verdad, una opinión, un aporte que no habían podido comunicar. Pienso sobre todo en la gente más sencilla, con menos influencia, en aquellos que para algunos no cuentan, pero sí tienen mucho que aportar porque son miembros de la Iglesia.
Nos estamos escuchando unos a otros, no sólo con dolor, también buscamos que sea con el afecto de los hermanos que se dicen las cosas con respeto, pero de frente. Este camino que aún se viene recorriendo en cada diócesis, también lo vivimos a finales de mayo en un encuentro a nivel nacional con los equipos de conducción pastoral de todas las diócesis de Chile; allí salieron a la luz nuestras debilidades y clamores como Iglesia, también algunas de nuestras fortalezas y, sobre todo, nuestra esperanza.
Ahora nos preparamos a tener, a fines de julio y comienzo de agosto, una Asamblea Plenaria Extraordinaria de Obispos en la que invitaremos a un grupo importante de colaboradores para que nos ayuden a continuar en el discernimiento sobre los mejores caminos de renovación en la hora presente. Somos del todo conscientes que el Señor de la historia, Jesucristo, sabrá hacer renovaciones fundamentales con corazones bien dispuestos. Estos caminos que buscamos con empeño, caminos de verdad y justicia, reparación y acompañamiento, nos ayudarán a ser una Iglesia cada vez más parecida a la que sueña Jesucristo.
+ Santiago Silva Retamales
Obispo Castrense de Chile
Presidente de la Cech
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