Los obispos acabamos de terminar nuestra 115a Asamblea Plenaria en Punta de Tralca. Fue un encuentro en medio de una fuerte tormenta. Y la tormenta no fue causada por la fractura de la fraternidad entre nosotros ni por la falta de diálogo.
La tormenta nos llegó de un corazón traspasado de sinceridad y dolor, el del Papa. Él nos confesó su sufrimiento por el dolor de las víctimas de abusos de conciencia y abusos sexuales en Chile por parte de consagrados. Nos remeció porque él, el Vicario de Cristo, pide perdón por haber incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción.
Como ya lo hemos expresado, esta situación nos avergüenza, nuestro dolor es grande y pedimos de nuevo perdón de corazón, más aún cuando la Iglesia tiene por vocación ser un espacio sano y seguro para niños y jóvenes. Nos comprometemos en hacer lo imposible por acompañar a las víctimas, reparar el daño causado y prevenir estas situaciones. Para esto hemos creado el «Consejo nacional de Prevención de Abusos» (del 2011); las instancias de denuncia y acogida de las víctimas en las diócesis; los diversos y actualizados «Protocolos» para los procedimientos, y las líneas guías «Cuidado y Esperanza» normativas en cada diócesis del país.
Como Iglesia en Chile no estamos bien. La crisis se instaló en ella, pero en cuanto Pueblo de Dios, pues no se trata sólo de una crisis del episcopado. Tampoco únicamente de la manipulación de conciencia ni de abusos sexuales. Me parece que estas aberraciones son manifestación del núcleo de la crisis: el progresivo deshacimiento –a todo nivel– del tejido discipular y eclesial y, a la vez, la falta de capacidad como Iglesia de dialogar con los nuevos contextos culturales y sus desafíos antropológicos y sociales. No son realidades inconexas. Una afecta a la otra, y ambas configuran la situación crítica de hoy.
Lo peor sería rumiar la desolación. La resurrección del Señor nos invita a mirar adelante sin dejar de lado la condición de Iglesia herida. Ambas, heridas y vida nueva del Resucitado, serán el aliciente para –con audacia evangélica– alentar un camino de renovación discipular y eclesial de cara a un mundo al que pertenecemos. Como Pueblo de Dios tenemos que caminar hacia una «renovación encarnada» que se haga cargo de la vocación y misión de una Iglesia inserta en el dinamismo cultural, económico y social del Chile de hoy. Tampoco se trata de mundanizar la Iglesia, sino desde su vocación y misión salir a dialogar y compartir para atraer con la persona de Jesús y su propuesta, y no imponerlo.
Esta renovación tiene que poner en el centro el encuentro vital y comunitario con el Resucitado. Él nos abre a la misericordia del Padre y nos da su Espíritu para animar procesos permanentes de conversión personal y pastoral. Y desde esta fuente, la ruta de renovación tendrá que considerar aquello que desafía nuestro estilo de ser Iglesia hoy y nuestra labor de evangelizar. Para ser una «Iglesia en salida» tendremos que hacernos cargo de la comunión eclesial y la comunicación de la fe; de nuestra cercanía y empatía de ministros de Cristo con el hombre y la mujer de hoy; del compromiso afectivo y efectivo con el dolor y la pobreza, puesto que Jesucristo nos quiere una Iglesia pobre para los pobres; de la capacidad de incorporar como protagonistas en la Iglesia a los laicos, las mujeres, los jóvenes y los ancianos; de la renovación de las estructuras eclesiales para que transmitan la vitalidad de Cristo; de la disminución progresiva de las vocaciones, de la formación en los Seminarios y Noviciados, particularmente su dimensión afectiva y relacional, y de la formación permanente de obispos, sacerdotes y religiosos/as. Y por supuesto, de cómo responder cada vez mejor a los abusos de autoridad, a los abusos de menores y a la prevención de ambos.
La crisis no la resolveremos sólo los obispos. Es labor del Pueblo de Dios, y de los obispos en cuanto miembros del Pueblo de Dios. De aquí la indispensable participación de éste en todo el proceso de renovación discipular y eclesial.
Como Pueblo de Dios tenemos una desafiante misión: ser luz del mundo y sal de la tierra. Para esto Jesús resucitó. No despreciemos esta oportunidad, de lo contrario, seguiremos anidando futuras crisis.
Los obispos acabamos de terminar nuestra 115a Asamblea Plenaria en Punta de Tralca. Fue un encuentro en medio de una fuerte tormenta. Y la tormenta no fue causada por la fractura de la fraternidad entre nosotros ni por la falta de diálogo.
La tormenta nos llegó de un corazón traspasado de sinceridad y dolor, el del Papa. Él nos confesó su sufrimiento por el dolor de las víctimas de abusos de conciencia y abusos sexuales en Chile por parte de consagrados. Nos remeció porque él, el Vicario de Cristo, pide perdón por haber incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción.
Como ya lo hemos expresado, esta situación nos avergüenza, nuestro dolor es grande y pedimos de nuevo perdón de corazón, más aún cuando la Iglesia tiene por vocación ser un espacio sano y seguro para niños y jóvenes. Nos comprometemos en hacer lo imposible por acompañar a las víctimas, reparar el daño causado y prevenir estas situaciones. Para esto hemos creado el «Consejo nacional de Prevención de Abusos» (del 2011); las instancias de denuncia y acogida de las víctimas en las diócesis; los diversos y actualizados «Protocolos» para los procedimientos, y las líneas guías «Cuidado y Esperanza» normativas en cada diócesis del país.
Como Iglesia en Chile no estamos bien. La crisis se instaló en ella, pero en cuanto Pueblo de Dios, pues no se trata sólo de una crisis del episcopado. Tampoco únicamente de la manipulación de conciencia ni de abusos sexuales. Me parece que estas aberraciones son manifestación del núcleo de la crisis: el progresivo deshacimiento –a todo nivel– del tejido discipular y eclesial y, a la vez, la falta de capacidad como Iglesia de dialogar con los nuevos contextos culturales y sus desafíos antropológicos y sociales. No son realidades inconexas. Una afecta a la otra, y ambas configuran la situación crítica de hoy.
Lo peor sería rumiar la desolación. La resurrección del Señor nos invita a mirar adelante sin dejar de lado la condición de Iglesia herida. Ambas, heridas y vida nueva del Resucitado, serán el aliciente para –con audacia evangélica– alentar un camino de renovación discipular y eclesial de cara a un mundo al que pertenecemos. Como Pueblo de Dios tenemos que caminar hacia una «renovación encarnada» que se haga cargo de la vocación y misión de una Iglesia inserta en el dinamismo cultural, económico y social del Chile de hoy. Tampoco se trata de mundanizar la Iglesia, sino desde su vocación y misión salir a dialogar y compartir para atraer con la persona de Jesús y su propuesta, y no imponerlo.
Esta renovación tiene que poner en el centro el encuentro vital y comunitario con el Resucitado. Él nos abre a la misericordia del Padre y nos da su Espíritu para animar procesos permanentes de conversión personal y pastoral. Y desde esta fuente, la ruta de renovación tendrá que considerar aquello que desafía nuestro estilo de ser Iglesia hoy y nuestra labor de evangelizar. Para ser una «Iglesia en salida» tendremos que hacernos cargo de la comunión eclesial y la comunicación de la fe; de nuestra cercanía y empatía de ministros de Cristo con el hombre y la mujer de hoy; del compromiso afectivo y efectivo con el dolor y la pobreza, puesto que Jesucristo nos quiere una Iglesia pobre para los pobres; de la capacidad de incorporar como protagonistas en la Iglesia a los laicos, las mujeres, los jóvenes y los ancianos; de la renovación de las estructuras eclesiales para que transmitan la vitalidad de Cristo; de la disminución progresiva de las vocaciones, de la formación en los Seminarios y Noviciados, particularmente su dimensión afectiva y relacional, y de la formación permanente de obispos, sacerdotes y religiosos/as. Y por supuesto, de cómo responder cada vez mejor a los abusos de autoridad, a los abusos de menores y a la prevención de ambos.
La crisis no la resolveremos sólo los obispos. Es labor del Pueblo de Dios, y de los obispos en cuanto miembros del Pueblo de Dios. De aquí la indispensable participación de éste en todo el proceso de renovación discipular y eclesial.
Como Pueblo de Dios tenemos una desafiante misión: ser luz del mundo y sal de la tierra. Para esto Jesús resucitó. No despreciemos esta oportunidad, de lo contrario, seguiremos anidando futuras crisis.
+ Santiago Silva Retamales
Obispo Castrense de Chile
Presidente de la Cech
Santiago, Lunes 16 de Abril de 2018
Avda. Los Leones N° 73 - Providencia - Santiago de Chile
Fonos: 22231 0870 - 22231 0872